Excesos y aberraciones

Me volví lento para trabajar. Antes me preciaba de ser muy veloz, pero todo cambió desde que me comencé a juntar con mariguanos. Me volví despreocupado, el futuro me interesa poco, vivo anclado al momento en el que me deja la hierba cuando comienza a aflojar mi cuerpo, a relajar mis movimientos y a llevarse todas mis preocupaciones en una nube de humo que se esfuma ante mis ojos en cuestión de segundos. Me vine a vivir con ellos por comodidad, somos cinco en total y nos sale barato rentar este departamento en la colonia Roma, donde las rentas son muy caras. Solo con mi sueldo jamás podría pagar algo aquí.

Me siento bien caminando entre puro güero que no habla español, gente bonita con ropa cara y alguna que otra actriz, músico o influencer famoso, rodeado de cafés de precios exorbitantes y bares con cerveza importada o artesanal donde cada botella cuesta lo que un 12 del Oxxo. Obvio casi nunca vamos a esos lugares, en lo único que despilfarramos es en mota. Tenemos un dealer que cada semana nos pasa un menú en PDF con los diferentes tipos de marihuana que tiene disponibles, además de algunas golosinas cannábicas que también vende, aunque a mí los comestibles no me encantan. Uno tiene mayor control cuando fuma, con la comida nunca se sabe cómo ni cuándo va a pegar.

Desde hace cinco años me dedico a crear contenido y administrar las redes sociales de diversos sitios web, la mayoría medios de comunicación pequeños. Trabajo desde casa y me parece una labor cómoda que aprendí a complementar con mi nueva afición por la hierba. No me afecta, puedo realizar mis tareas pacheco sin problema. La única diferencia es que me vuelvo lento, pero hasta el momento no me ha dado mayores problemas y cumplo con mis tareas en tiempo y forma. Me contratan como freelance, así que tampoco hay un exceso de compromiso de mi parte. No me gusta la idea de casarme con una empresa y hasta el momento he conseguido evitarlo.

Mis cuatro roomies, el Güero, el Flaco, la Garrapata y el Camello, saltan de trabajo en trabajo, o a veces estudian cursos cortos, presenciales y en línea. Casi todos reciben ayuda económica de sus padres y cuando la situación se pone complicada se van a hacer malabares con fuego a los semáforos. Entre sus numerosos empleos se cuentan cajeros de supermercado, albañiles, guardias nocturnos, meseros, taqueros y a veces también community managers, como yo, en proyectos a donde los invito y de los que pronto se retiran, como de todos lados. La única cosa estable en su vida es la mota y siempre encuentran la manera de generar dinero para comprarla. Pero son buenos tipos, solidarios y muy relajados.

Cierta madrugada, nos despertó el estridente retumbar de un tum pa-tum-pa tum pa-tum-pa, que venía del piso de arriba. Tú tiene’ un culo cabrón, cualquiel cosa que te ponga’ rompe la carretera. Me levanté de mi cama tratando de asimilar mi realidad. Caminé hasta la sala y encontré al Güero sentado en un sillón, viendo a la nada, y a la Garrapata en el comedor, desmenuzando ramas de marihuana y llenando un hitter con las hojitas. Hoy se bebe, hoy se gasta, hoy se fuma como un rasta, si Dios lo pelmite.
—¿Qué pedo? ¿Por qué ponen música a estas horas entre semana? —les dije.
—En teoría ya es viernes —señaló la Garrapata.
—¿Y en práctica?
—En la práctica deberíamos estar dormidos —dijo el Güero, regresando a la realidad.
Ese culo se merece too, se merece too, se merece too. Mi amigo prendió la pipa, le dio un toque y nos la pasó. Nos quedamos ahí escuchando las paredes vibrar sin decir nada, hasta que nos ganó el sueño.

A la mañana siguiente conocí a una de nuestras nuevas vecinas mientras sacaba la basura. Se llamaba Luisa, me dijo su nombre con una sonrisa muy coqueta.
—Nos acabamos de mudar al segundo piso. En el número 19. ¿Tú dónde vives?
—Abajo de ustedes, primer piso, en el número 13. Vivo con otros cuatro roomies.
—Yo con tres. Somos amigas desde la universidad. ¿No los despertamos anoche? —dijo de pronto, cambiando su sonrisa por un gesto de alarma— ¡Mil disculpas! Compramos cerveza y creo que se nos pasó la mano con el volumen.
—No te preocupes, todo bien.
—Les debemos unas caguamas por la molestia, a ver cuándo suben.
—Te aceptamos la invitación. ¿Fuman?
—Mari, a veces. Yo ya no.
—¿Mota?
—Ah, mota. Sí, claro.
—Nosotros ponemos la hierba, ustedes ponen la chela. ¿Cómo ves?
—Sí se arma. Qué gustazo. Bueno, pues te dejo. ¡Nos vemos pronto!

Me fui muy contento a seguir programando las publicaciones de alguna página de Facebook, cuando la Garrapata, en ropa interior y con cara de dormido, me preguntó que con quién hablaba. “Ya supe quiénes eran las del reguetón”, le dije. Le hice una descripción de Luisa, porque es un degenerado, y le conté de la invitación. El Flaco, el Güero y el Camello también se asomaron a mi cuarto al escuchar la mención de cerveza, mujeres y droga. A la semana siguiente subimos al departamento 19 del segundo piso. Las otras vecinas se llamaban Carmen y Del (corto para Delfina), además de la mencionada María, a quien le decían Mari de cariño. Sacaron sendos caguamones de Corona y la Garrapata les ofreció un grueso cigarro con lo mejor de su reserva, el cual elaboró concentrado como un científico minutos antes.

Nos pusimos hasta el culo. Al final yo ya nomás escuchaba el retumbar del tum pa-tum-pa tum pa-tum-pa, sin distinguir la música, ni a quién tenía al lado, ni dónde estaba sentado. Todas tenían la misma actitud relajada y desmadrosa. Eran muy platicadoras y fumaban y tomaban casi tanto como nosotros. Conectamos al instante, éramos del mismo club. Aparte no voy a negar que Carmen me gustó desde un principio. El marrano de la Garrapata quiso llegarle a Luisa, pero no lo peló. Mari se la pasó cagada de risa de casi todo lo que decíamos. Del era la mayor y más seria de las cuatro, pero eso no evitaba que le encantara el pedo. Supongo que era más reflexiva, guiaba la conversación hacia temas que el cannabis exaltaba en laberintos incomprensibles.

Las reuniones se volvieron rutina. A veces en su depa, a veces en el nuestro. Nos fascinaba su compañía y su facilidad para drogarse y embriagarse a la más mínima provocación. Como cualquier hombre heterosexual en esas circunstancias, hubiéramos dado lo que fuera por al menos un beso de cualquiera. Pero yo seguía medio clavado con Carmen y aunque al principio se hacía la difícil, luego de un tiempo me correspondió. No tuvimos una relación estable ni nada, pero si la situación se calentaba nos dejábamos llevar. La Garrapata tuvo que dejar ir a Luisa cuando ella nos presentó a su novio, quien vivía en otra ciudad y fue a visitarla un fin de semana. Del también tenía una pareja, otra mujer, de quien nunca supimos bien si era su novia formal, pero a veces la llevaba a nuestras pedas.

La amistad se fortaleció. A nuestros encuentros se fueron agregando otras personas de quienes no recuerdo sus nombres, pero iban y venían de vez en cuando. A veces nos quedábamos dormidos en un sillón o una silla, sin energía suficiente para arrastrarnos hasta nuestra respectiva cama. El Flaco, el Güero y Mari eran quienes más tiempo aguantaban despiertos, casi siempre se amanecían, fumando y riendo de toda clase de tonterías. Cierta vez me despertaron unos gemidos femeninos y vi que ninguno de los tres estaba ya en la sala, donde yacían también la Garrapata y el Camello. Supuse que era Mari y que las otras tres se habían ido a su casa y lo confirmé unos minutos después, cuando la vi salir de un cuarto en calzones rumbo al baño. Detrás salieron el Flaco y el Güero también en ropa interior, muy sonrientes los cabrones y con los ojos bien rojos.

Me tocó presenciar varios momentos similares. Una vez entré al baño y vi al Camello de rodillas, practicándole sexo oral a una desconocida sobre la taza. Ninguno de los dos me vio. Aunque Luisa tenía a su novio allá lejos y jamás peló a la Garrapata, no fueron pocas las veces que la descubríamos besuqueándose con alguien. Una vez se encerró con un tipo en el baño y todos los escuchamos gemir. Fue muy gracioso, hasta que mi vejiga se hinchó de alcohol y me exigió liberar la presión, pero aquellos nomás no salían. Les toqué varias veces, pero no me pelaban. Nadie más parecía compartir mi urgencia y entre menos trataba de pensar, más ganas tenía de orinar. A punto de que me estallaran los riñones, abrí la puerta y corrí hasta la regadera, tratando de no ver a Luisa cogiendo en el suelo. Ni se inmutaron. Mi suspiro de alivio se confundió con sus orgasmos.

Aunque traté de evitarlo y de engañarme, terminé por encariñarme con Carmen. Cierto día (entre semana y por la tarde, un horario en el que no solíamos vernos) subí a su depa para llevarle de sorpresa un pedido que hice de una comida china que nos gustaba, con la idea de que podíamos comer juntos. Me abrió la puerta toda manchada de sangre. Tenía un delantal blanco empapado y guantes llenos de un rojo que ya no dejaba ver su color original, además de varias salpicaduras en la cara. Puso cara de asustada y mi sonrisa se apagó tratando de descifrar la imagen. “Traje comida”, titubeé. Entonces sonrió y me dijo que mejor la comiéramos en mi depa, que estaba ocupada. Yo accedí nervioso y sintiéndome muy tonto por invadir su privacidad tratando de llevar lo nuestro más allá.

Me sentía tan mal que no pensaba tanto en explicar lo que había visto, sino en una forma correcta de disculparme. Minutos después tocó mi puerta. Ya llevaba ropa limpia y se había bañado. Nos sentamos a la mesa y mientras comíamos me explicó que Del había llevado un cerdo y que lo estaban preparando. Me pareció un poco raro, pero algo lógico. La verdad es que eran buenas cocineras y yo no entiendo nada de eso, soy fanático de ordenar cosas a domicilio. En algunas reuniones ellas llegaron a cocinar, preparando platillos sencillos como botana y todo les quedaba fantástico. Los sabores, por supuesto, se exaltaban con los efectos de la mota y su respectivo monchis, pero se notaba que sabían lo que hacían. Nachos con carne, frijoles charros, chicharrón casero… Eran buenas variantes a la comida chatarra de siempre.

Mi relación con Carmen no se formalizó, pero sí me sentía cada vez con más confianza. A veces nos acompañábamos al sacar la basura o subíamos a tender la ropa a la terraza juntos. En una ocasión, bajando de una de estas excursiones al techo, encontramos una enorme pila de periódicos en su comedor. Luisa salía de su cuarto con unas tijeras y al vernos dijo que se trataba de un proyecto artístico. Argumentando que le había prometo ayudarle con eso, Carmen me mandó a mi hogar con un beso y yo me quedé pensando en que, aunque no sabía de sus intereses artísticos, eran unas mujeres muy creativas y llenas de sorpresas. Recuerdo que eran puros periódicos de nota roja, como El Gráfico, Metro y ¡Pásala!, pues alcancé a percibir una mezcla de imágenes de mujeres con poca ropa y cadáveres empapados de sangre.

Poco más de un año después de que las conocimos desaparecieron. No contestaban nuestros mensajes ni llamadas, ni nuestros golpes en su puerta. Su depa se mantenía en penumbra, no había ningún ruido, ninguna melodía de Bad Bunny. Me ofendí de que Carmen se hubiera ido sin decirme nada, pero luego me preocupé. Preguntamos a algunos vecinos, quienes nos detestaban por el ruido y casi todos nos contestaban con sequedad y miradas hostiles, como diciendo “hasta que se fueron sus pinches amiguitas”. Pero luego hubo una señora de la planta baja, muy anciana y muy sorda (razón por la que quizá no nos aborrecía tanto), quien nos dijo que las vio irse con unas maletas, muy temprano por la mañana, cuando ella salía a pasear a su perro chihuahua.

Días después Mari le mandó un escueto mensaje al Flaco. “Nos fuimos un rato de vacaciones”, decía. Nuestro intento por indagar más se quedó en “visto”. Nos pasamos alguna semana bien pachecos y extrañándolas mucho, hasta que, una noche, nos llegó el murmullo de sus voces por las escaleras. Las escuchamos subir, abrir su puerta y cerrarla y resistimos tanto como pudimos la tentación de abalanzarnos hacía allá de inmediato. A los pocos minutos subimos. Que se fueron a Sayulita, dijeron. Que un amigo las invitó de sorpresa y no tuvieron tiempo de nada más que de irse sin avisar. No les creí mucho, pero qué más daba, ya estaban ahí otra vez, compartiendo humo, tan sonrientes y despreocupadas como siempre.

Ya nada volvió a ser como antes. Al día siguiente, durante la madrugada, un golpe nos despertó a todos. No nomás a nosotros, a todo el edificio. El sonido de incontables pasos apresurados, voces radiofónicas y gruñidos masculinos perturbaron nuestro sueño de manera violenta. Sentí el impulso de salir corriendo, no sé a dónde ni por qué, o de meterme debajo de la cama o de la mesa. La Garrapata entró muy asustado a mi cuarto preguntando “¿qué pedo?” Escuchamos las voces, las puertas y el andar de otros vecinos y varias luces se encendieron. Nos asomamos por una cortina y alcanzamos a ver a un par de policías, con chalecos antibalas y las armas desenfundadas, observando con atención en todas direcciones.

Distinguimos el parpadeo azul y rojo de las patrullas estacionadas en el exterior. Arriba se escucharon gritos y luego un golpe que abrió la puerta que intuimos era la de nuestras amigas. “¡Al suelo!” dijo alguien y las voces se entremezclaron de nuevo. Alcancé a distinguir súplicas y llantos que tenían que ser de Carmen, Luisa, Del o Mari.
—Se las están llevando —dijo el Camello
—No mamen, hay que ir a ayudarlas —agregó el Güero con voz enojada, pero poca determinación.
—No mames, pero, ¿por qué? —preguntó el Flaco.
—Las torcieron con mota, de seguro —aventuró la Garrapata.
—¿Pero tanta policía? Parece que agarraron a un narco —agregué.
—Se han de haber traído algo de Sayulita.
En ese momento escuchamos que bajaban. Las vimos pasar con las manos esposadas en la espalda, acompañadas de un puñado de oficiales. Nos quedamos sin voz.

La noticia se difundió por todo el país a gran velocidad. Las caníbales de la Roma, las llamaron. Nos quedamos como estúpidos, parecía que nuestra voz no quería regresar desde que vimos que se las llevaban. Indagamos en las notas de distintos medios, que relataban más o menos lo siguiente: cuatro jóvenes habitantes de la colonia Roma se dedicaban a secuestrar y asesinar niños de la calle para luego comérselos. Tiraban las bolsas de huesos acumulados y órganos sobrantes en distintas zonas de la Ciudad y el Estado de México. Cada cierto tiempo se mudaban de casa para no levantar sospechas. Suponemos que sus supuestas vacaciones tenían que ver con el proceso de moverse. Tal vez ni siquiera tenían intención de regresar.

Las descubrieron en Querétaro. Alguien vio a una de ellas durante el proceso de deshecho y le pareció sospechoso ver a una joven tirando basura esas horas de la noche. Supongo que en provincia la gente presta más atención a esos detalles. La persona apuntó las placas de su auto y cuando se acercó y descubrió el contenido de la bolsa, llamó a las autoridades. Supongo que debió ser el carro de Del. Imagino que cuando las localizaron decidieron regresar a la capital. Desconozco sus razones, no sé qué explicación me hubieran dado, la logística de su arresto fue lo último en lo que pensé. Lo que me intrigaba era cómo fueron capaces de ocultar tan bien sus hábitos asesinos y cómo es que parecían unas mujeres tan ordinarias, de las que jamás hubiéramos sospechado nada malo. No a ese nivel, al menos.

Me acordé de Carmen ensangrentada, de los periódicos de nota roja en el comedor. De todas las botanas que preparaban y que nos tragamos presas del insaciable monchis. Sentí nauseas, la cabeza me daba vueltas. Creo que escuché a alguien vomitar en el baño. ¿Cómo es que eran capaces de matar niños y cocinarlos con la tranquilidad de quien se forja un churro? ¿Y por qué lo hacían? Los medios hablaban de al menos cinco víctimas. Se sospechaba que habría más, como casi siempre se sospecha de muchos asesinos seriales. Además de la de Querétaro, encontraron dos bolsas más en casas abandonadas de la colina Doctores y Tlalnepantla.

Lo confesaron todo y aceptaron su destino, aunque no revelaron la hubicación de los restos de todas sus víctimas. Eran niños anónimos, solos, de hogares marginados y en extrema pobreza. Nadie los reportó y quizá hasta me atrevería a decir que nadie los extrañó. Sería una boca menos que alimentar para su familia. Curioso pensar que quien sufre tanto de hambre, quien lucha todos los días por conseguir algo que comer, haya terminado convertido en alimento de unas mujeres dementes y sus estúpidos amigos pachecos, demasiado drogados para detectar cualquier toque sospechoso en el sabor, cualquier comportamiento extraño o inusual. Tan ciegos por el placer, los psicotrópicos, el alcohol y la calentura del momento como para intuir cualquier monstruosidad.

De verdad que uno nunca termina de conocer a nadie. Yo pensaba que todos esos documentales sobre asesinos eran pura fantasía, que no era posible estar tan cerca de alguien tan atroz y verlo como a un vecino normal. En nuestro caso hasta amigas e intereses sexuales se volvieron. Tomé con cariño la misma mano que destazaba cuerpos humanos, besé los mismos labios que devoraban a sus víctimas. Comulgamos con todas ellas, noche tras noche, envueltos en humo, unos completos ignorantes de la realidad y el dolor sobre el que nosotros hacíamos una fiesta.

No tardaron en llegar los reporteros y la policía. Varios vecinos nos señalaron como amigos cercanos y al instante fuimos el centro de atención. La policía nos interrogó y escarbó entre todas nuestras pertenencias, y las televisoras y otros medios querían arrancarnos los más escabrosos detalles. No pudimos hacer nada más que decir la verdad, muertos de miedo y todavía como en estado de shock: no sabíamos nada, jamás sospechamos, ni detectamos cosas raras. Mi única falta fue omitir lo de Carmen ensangrentada y los periódicos de nota roja, pues más que no querer levantar alguna sospecha, no quería sentirme como un estúpido.

Con el tiempo la noticia se fue olvidando. El asedio de la policía y los reporteros fue bajando de intensidad y la vida siguió su curso. Varios meses después parecía que ya a nadie le interesaba saber del tema, volcado su interés sobre una nueva tragedia nacional. Pero Las caníbales de la Roma se volvieron leyenda, un mito urbano más de esta enorme ciudad monstruo que solo puede parir a creaturas de su misma calaña, con sangre fría para quitarle la vida a alguien sin remordimiento. ¿Cuántos locos no viven entre las paredes de este mar de incontables edificios departamentales? Pero yo también he dejado de atormentarme por esas cosas. Me pongo a fumar y parece que también comienzo a olvidarlas.

Deja un comentario

search previous next tag category expand menu location phone mail time cart zoom edit close