Se llegaron tiempos raros

Estuve triste por unos días. Pensé que me duraría más, pero pasó, como también ocurrió con mi bloqueo de escritor. Llegué al nivel de cuestionarme: ¿será acaso que en realidad no tengo nada de valor para contar? Se dice que uno no debe andar haciéndose pendejo en temas que no domina. Por eso mucho del proceso de la escritura tiene que ver con las experiencias, con andar afuera en la calle a altas horas de la noche, enredarse con alguna mujer, beber, drogarse y charlar con las personas menos cuerdas posibles. Así nacen las ideas, el porcentaje de tiempo que pasamos frente a la página en blanco es mucho menor al que pasamos redactando en nuestra cabeza, mientras hacemos otras cosas como tratar de ganar unos pesos, ir a cagar o contemplar el techo después del sexo.

Cuando era muy niño me caí de espaldas y me golpeé muy fuerte en la nuca. Estaba a punto de patear un balón de futbol pero me resbalé y, como Charlie Brown, mi pie se balanceó sobre la nada y mi cuerpo colapsó de espaldas. Caí como un costal contra el piso de concreto de la cochera de mi casa. Me sentía mareado cuando me levanté y mi visión era borrosa, con puntitos luminosos flotando frente a mí. “Así que por esto es que le ponen estrellitas al gato Tom cuando Jerry lo golpea con algún objeto en la cabeza”, razoné poco antes de desvanecerme. Me desperté en la camilla de un médico, que me observaba las pupilas con un artefacto con luz. Me sentí encandilado y su dedo pulgar me jalaba el párpado con violencia, por lo que le quité la mano algo espantado y quise incorporarme. Sus manos peludas me lo impidieron.

Me realizaron estudios, me hurgaron la cabeza con radiografías y me hicieron preguntas raras que me parecieron estúpidas por obvias: “¿cómo te llamas?, ¿cuántos años tienes?, ¿dónde vives?, ¿cómo se llama tu mamá?, ¿cómo se llama tu papá?”, etcétera. Sentí como si hubiera aprobado algún examen de la escuela cuando me dejaron en paz. A mis padres les informaron que no había ningún problema grave, salvo un daño menor en el lóbulo temporal del hemisferio izquierdo.  Yo seguí con mi vida y hasta volví a patear el balón, ahora con mucho cuidado y el miedo inconsciente de mi cuerpo que se resistía sin que yo lo supiera por considerarse todavía en peligro. Tal vez esa fue la razón por la que nunca fui bueno en los deportes.

En las clases de educación física me escapaba a jugar con mi Game Boy en algún rincón, mientras el resto de mis compañeros corrían por ahí y el profesor los contemplaba con un silbato sobre su enorme panza dura. Después del golpe, las aventuras de Diddy y Dixie Kong se volvieron más complicadas. La música ahora me irritaba, me sonaba extraña y distorsionada y la imagen se hacía borrosa, como si los pixeles hubieran perdido noción de sus funciones. Terminé por pensar que mi consola portátil se había averiado para siempre y tuve que corretear junto al resto de los niños sin mayor pretexto para huir y sin decirle nada a mis padres, por miedo a que me culparan y me regañaran.

Me recluí y me hice muy antisocial. Primero el balón de futbol se quedó acumulando polvo junto al Game Boy y luego dejé de responder a los llamados de mis amigos de la cuadra. Prefería quedarme garabateando cualquier cosa sobre una hoja de papel. Primero eran dibujos de mis caricaturas favoritas y luego les agregué diálogos. Después desaparecieron los dibujos. Como mis padres pensaban que seguía dibujando, se espantaron mucho al ver que lo que salía de mi lápiz eran palabras muy apretujadas, aglomeradas sobre hojas interminables, en lo que evidentemente no era parte de alguna tarea escolar.

Recuerdo muy pocos datos de mi educación. Primaria, secundaria, preparatoria y universidad se me fueron contemplando al vacío, donde los mismos puntitos brillantes que vi en mi caída seguían apareciendo de vez en cuando. Mis habilidades sociales fueron desfalleciendo, pero las de escritura mejoraron. Tenía montañas de cuadernos llenos de palabras por todo mi cuarto y mi madre me insistía que los tirara, pero no logró su cometido hasta que me fui de la casa. En realidad no me importaba lo que había escrito, casi nunca me releía, era pura terquedad y cariño irracional. Escribía sobre lo primero que se me viniera a la mente, era una compulsión intensa, como las ganas de fumar.

Tuve amigos, pero no me sentía cercano a ninguno. Tuve novias y también era lo mismo. Al poco rato de estar con cualquiera comenzaban a sudarme las manos y luego la cabeza, hasta que gotas gruesas resbalaban por mi frente y mis sientes. A veces había migrañas que ninguna aspirina lograba calmar. Lo único que sentía era un deseo intenso por encerrarme en cualquier lugar con una hoja y una pluma y sacar todas esas palabras que parecía que se apretaban contra mi cráneo, amenazando con hacerlo estallar. Era una cosa muy rara, pero de esa forma lograba recuperar la compostura y tranquilizarme. De lo contrario, la agonía podía tornarse intolerable, sacando lo peor de mí. Me volví malhumorado y me gané una fama bien merecida de hostil e intratable.

Si acaso se llegaron a preocupar, mis padres no insistieron mucho. Creo que alguna vez fui a terapia y también creo que me recetaron algunos medicamentos, pero no puedo decirlo con certeza. Muchos de mis recuerdos se han vuelto esquivos. Esa es otra importante característica de mi personalidad: la mala memoria. No retengo muchas cosas, quizá por eso es que deseo registrarlo todo en textos. Al principio mis escritos eran casi siempre vivencias, ideas o frases suelas, pero después comencé a inventarme historias. Sin embargo, revueltas con la realidad, luego ya no sabía qué era cierto y qué no. Entonces, como puede estar ocurriendo justo en este instante, se volvió más difícil diferenciar mi vida de mi compulsión. Soy la persona menos confiable, incluso para mí mismo.

Cuando pude reemplazar los cuadernos por una laptop, generé menos desechos y hubo más espacio donde vivía, que casi siempre eran habitaciones sepultadas en papel. La computadora me ayudó también a comenzar a releerme, a editarme y a tratar de hilar mejor las ideas en intrincados laberintos. Llegué a unir varias historias en una sola más grande y entonces cree volúmenes o grupos que ordenaba en infinidad de carpetas. No era mi intención ser escritor, pero no podía parar y el hecho de que me volviera más metódico solo empeoró las cosas. Ahora me detenía a pensar más, aumentaban las migrañas y no cedían hasta que las palabras que iba acomodando tenían el orden que yo consideraba adecuado. ¿Cuál era mi criterio? No lo sé.

Una noche conocí a un hombre de ademanes afeminados en un bar. Me encontraba sentado solo en la barra, ya me había bebido unas tres cervezas y creo que un poco de tequila. Había adquirido esa costumbre, la borrachera lograba relajarme, siempre y cuando nadie tratara de sacarme plática. A veces me llevaba una libreta y una pluma por si me daban ganas de garabatear algo. Al cantinero le respondía con monosílabos, él ya entendía que era un tipo hostil y sin amigos y me dejaba en paz. Pero entonces se acercó aquel hombre, tenía un rostro iluminado por una sonrisa indecente y toda la intención de escupirme palabras a chorros en la cara. Le lancé una mirada poco amistosa, pero no pareció importarle.

Me preguntó mi nombre. Me dijo que sonaba lindo y me mostró los dientes en un coqueteo descarado. Vio que vacié mi cerveza y me pidió otra y él también pidió una. Habló del lugar, de otros bares de la ciudad, de la gente que los frecuentaba, de lo insoportables que le parecían todos, que le gustaba salir a conocer gente nueva, a ver si encontraba alguien menos desagradable. La verdad me cayó bien, pero sabía que no toleraría su discurso por mucho tiempo. Como para hacer que se fuera, en un momento saqué mi libreta y comencé a escribir cualquier cosa, ignorándolo.

—¿Qué escribes? —cuestionó al instante.
—No sé, mis ideas, lo que salga.
—¿Apoco eres escritor?
—Sí, supongo —dije, luego de dudar unos instantes.
—Deberías dejarme leerte, yo tengo una editorial —guardó silencio, como esperando una reacción de asombro y tras ver mi cara de desconcierto agregó—: Es una editorial chiquita, independiente, tenemos pocos libros, pero hay mucha gente interesada. Siempre andamos buscando nuevos talentos. Mira qué bien, qué casualidad que vine a sentarme junto a ti. Debe ser el destino. No, no, ¡esto es el destino! Tenemos que celebrar. ¡Señor, señor! Tráiganos otras cervezas y unos shots de tequila. Tranquilo, yo invito. Qué bien, esto tiene que festejarse.

Estaba más eufórico y platicador que antes. Yo no sabía qué hacer, no sabía cómo huir de ahí. Nunca nadie se había mostrado interesado en lo que escribía y a mí jamás se había ocurrido publicar nada. El alcohol ya comenzaba a marearme y creo que también facilitaba mi tolerancia, reducía mi ansiedad y hasta me aflojó la boca. Terminé charlando con él como si fuéramos grandes amigos. Me contó sobre su proyecto, los libros que había publicado y los escritores que conocía, sin dejar de mencionar lo insufrible que podía ser el ambiente cultural y lo agradecido que estaba de conocer a alguien así, de manera casual, sin contactos, sin ambiciones, sin nada publicado. Le brillaban los ojos y a cada rato echaba miraditas a mi libreta, que seguía sobre la barra.

Ya con varios tragos de más, accedí a enviarle algunos textos, pero esa no fue la propuesta más extraña que acepté esa noche. El tipo me quería coger, es la verdad. Pero por más borracho que estuviera, no había manera de que pudiera considerarlo atractivo. No sentía sus insinuaciones como una ofensa, ni tampoco había un rechazo, de hecho, la conexión se hizo fuerte de un modo que yo nunca había experimentado antes. Pero mi miembro no me respondía, en ese instante no dominaba mis acciones, como lo llegó a hacer en otras ocasiones cuando el trago abundaba. El caso de mi compañero era el contrario, él sentía que había conseguido un buen ligue y estaba dispuesto a concretarlo. Me propuso acompañarlo a su casa varias veces y todas me negué.

—Está bien, ya sé que no te gusto, entiendo —dijo al fin y agachó un poco la cabeza—. Es una lástima. No quiero dormir solo. ¿Al menos podríamos seguir tomando en mi casa? Te prometo que no te voy a tocar. Mis manos estarán atadas, no voy a acercarme ni un centímetro a tu piel, te lo prometo —puso su mano derecha sobre el corazón y levantó la otra con solemnidad—. Además, ya no tengo tanto dinero y allá tengo una botella. Me gusta platicar contigo, ¿qué dices? ¿Le seguimos? Estate tranquilo, voy a cumplir mi promesa, déjame demostrarte que soy un editor en quien puedes confiar.

Admito que la bebida fue mi principal incentivo, pero había algo en su tono de voz, en su sonrisa, en sus ademanes que también me cautivaba. Era algo muy cercano a lo que llegué a sentir por algunas novias. Me sentía confundido, pero el alcohol era como un guerrero infranqueable que no permitía a la ansiedad poseer mi cuerpo, la alejaba con lanzas de mareo y adrenalina. Así que fuimos a su casa y la rutina siguió más o menos igual, aunque la conversación ya era cada vez más dispersa. Cuando ambos no dejábamos de bostezar, volvió a decir que no quería dormir solo y me jaló hasta su cama. Lo seguí como zombi. Lo único que nos quitamos fueron los tenis. Sentí su mirada en la oscuridad. “Soy un hombre de palabra, no te preocupes”, me dijo y luego nos desvanecimos.

Y así publiqué mi primer libro. Acostándome con el editor, en el más estricto sentido. La mañana de aquel día amanecimos con las prendas en su lugar y casi en la misma posición, como a unos 50 centímetros de distancia uno del otro. No hay garantías, pero me inspiraba confianza. ¿Y qué si llegó a romper su promesa? Había ganado un amigo y eso era algo extraordinario para alguien como yo. A la semana de habernos conocido le entregué varios de los textos que tenía guardados, los que yo consideraba los mejor trabajados, los que menos ganas me daban de corregir tras repasarlos una y otra vez a lo largo de meses, a veces años. Con ellos el editor armó un libro de cuentos, le puso un título, una portada y comenzó a planear presentaciones por ahí.

Y así fue como encontré a dos de las personas más importantes de mi vida, justo cuando pensé que me iba a quedar solo y amargado por el resto de mis días y estaba cómodo con esa resolución. La otra persona fue una mujer y la conocí en una de las presentaciones de mi libro, a las cuales llegaba con un texto que releía una y otra vez, sin cansarme, una escueta explicación sobre lo que había escrito, una justificación a esta compulsión insana que no puedo frenar. De pronto parecía que tenía un propósito, pero yo no estaba muy seguro de lo que seguía y sobra mencionar la incomodidad que me producía tanta gente y tantas preguntas sobre mí.

A ella le interesó. Le interesé yo y a mí me gustó la atención que me prestaba, por supuesto. Por aquellas fechas comencé a ver mi manía como algo más, como eso que llaman vocación. La gente me quería leer, ya no era nada más el acto de llenar páginas como un autómata. Aporreé el teclado de mi compu con fuerzas renovadas, encontré una nueva función para mi enfermedad y estaba contento. Tanto que acepté salir con aquella mujer y hasta estuve muy dispuesto a enamorarme. Fuimos a beber y creo que desde esa primera cita no dejamos de hacerlo. Tampoco de fumar mota. Se fumaba como tres churros diarios, llegó un punto en el que ya ni siquiera recordaba si existía una versión de ella que no estuviera pacheca. Yo también me hice adicto, sentía que todas esas sustancias idiotizantes me ayudaban a escribir.

Pero lo cierto era que escribía menos y cuando me sentaba a leer lo que tenía, le daba vueltas y vueltas a lo mismo sin lograr un resultado que me gustara. El editor comenzó a presionarme después de varios meses, quería leer algo más, resulta que al libro le había ido bien. Pero entonces me fui a vivir con aquel torbellino femenino de adicciones y mi productividad bajó todavía más. Creo que el editor se puso un poco celoso, pero no me lo decía. Ahora era un poco más distante, pero lo disfrazaba de profesionalismo, de querer alentarme, motivarme, explotar mi talento, según él. Yo agradecía su cariño y su empuje, pero era como si aquella publicación me hubiera librado de una maldición, y la marihuana y las cervezas eran el remedio que la mantenía lejos, evitaban que me dominara el impulso ciego de teclear y eso era un alivio.

De pronto, los años del joven antisocial se transformaron en los de el borracho disperso. Solo quería estar fumando y tomando con mi novia, parecía que competíamos para ver quién aguantaba más. El editor nos llegó a acompañar un par de veces, pero era incapaz de llevarnos el ritmo. No paraba con su insistencia de que le mostrara algo y yo solo le daba largas. Cierta noche nos encontramos de nuevo solos bebiendo en un bar. Me contó de nuevos escritores que había conocido, de sus planes a largo plazo con la editorial y se desenvolvió en halagos enfermizos para mi libro, yo creo que para intentar motivarme. Sus palabras, sin embargo, llegaron a ser tan duras que se transformaron en reclamo descarado. Me calificó de huevón y hasta de malagradecido. Me levanté sin decir nada, dejé unos billetes sobre la mesa y me fui enojado.

No volvió a insistir, porque se alejó de mi vida. Su nombre dejó de aparecer en el celular y con los meses su recuerdo también se fue esfumando entre nubes de cannabis. Mi relación amorosa entonces se tornó agria. La rutina de desmadre ahora parecía monótona, no íbamos a ningún lado, nos sentíamos atrapados. Y como una mancha oscura, la necesidad de escribir comenzó a cubrirme el cerebro y a hacerme palpitar las sienes. Me encontraba frente a la página en blanco, que ahora parecía una placa de metal sobre la que tenía que grabar palabras con un martillo y un cincel. Si no terminaba la tarea, si no sacaba lo suficiente, no me sentía satisfecho. Los tragos ayudaban, pero ya no tanto como antes y entonces conocí un nuevo vicio: la depresión.

Mi novia me abadonó poco tiempo después, no recuerdo con qué pretexto. Hizo sus maletas y se fue de la casa. Yo encontré alguna especie de placer en estar triste. Las rachas venían fuertes y casi siempre la fuente de todo era mi incapacidad de poder producir algo de valor. Aún albergaba la esperanza de que si terminaba algo, lo que fuera, podría buscar a aquel amigo distante, quien me publicaría sin pensarlo. O si no fuera él, sería otro, pero era potente la necesidad de sentir de nuevo ese objetivo tan claro, esa conexión con los demás, esa vanidad de ser leído. La seguridad se esfumó de mi ser, ya no me sentía capacitado para cautivar a nadie, si ni siquiera podía tolerar leerme yo mismo. Era una tortura y es fácil adivinar cómo lograba amortiguarla. Algo de valor me dejó aquel romance turbulento.

Así pasaron las semanas, los meses, los años. Escribía sin parar, sin encontrar un sentido. Luego me vacíaba y llenaba ese hueco con las sustancias que hacen nuestra estancia en este mundo mucho más llevadera, que envuelven la realidad en un vapor a través del cual todo es más asimilable. Las cosas dejan de pesar, uno ya no es nadie más que un cascaron que flota en medio del ruido. La presión desaparecía y entonces bajaba de aquellas alturas sintiéndome el más triste y miserable ser sobre la Tierra. ¿Para qué demonios tanto sufrimiento?, me pregunté. Maldije el día que decidí darle un propósito a mis textos. Todo era más fácil cuando era un escritor antisocial sin nada publicado. Ahora solo soy un tipo sin creatividad. Para colmo, alcohólico, aunque eso al menos me vuelve un poco más sociable.

Varios años después me volví a encontrar al editor. Lo reconocí sentado en la mesa de un bar, bebiendo solo, como cuando él vio en mí a una posible víctima de sus encantos. Estaba más gordo y con menos pelo, pero logré reconocer el brillo malicioso en su mirada y la chispa infantil de sus facciones, a pesar de la película de decadencia que ahora cubría su cara como el polvo sobre un mueble viejo. Me acerqué, nos vimos, pedí cervezas y me senté con él. Trató de mostrarse feliz, pero traía la misma enfermedad de la melancolía que yo. Me contó que su editorial quebró, que ya a nadie le interesaba leer, que ningún autor le parecía digno y que el negocio resultó poco redituable. Se encerró en un trabajo de oficina, como yo y como tantos otros que fracasan en el mundo del arte.

Ya casi ni pensaba en sus libros, hasta que nos reencontramos. Luego de varios tragos, ya bastante borrachos, repitió aquella frase tan lejana: “no quiero dormir solo”. Ahora sonaba menos lascivo y más suplicante. Alcé el brazo para pedir la cuenta, pagué, me levanté y le tendí mi mano. “Vamos a tu casa”, le dije. Al llegar, sacó una botella y yo saqué un hitter con mota. Nos dejamos caer, lloramos nuestros fracasos, mandamos a la mierda a la literatura y a la cultura que nos expulsó de su mundo privilegiado por no cumplir con sus exigencias de producción. Luego comenzamos a bostezar y nos fuimos a su cuarto. Como cuando nos conocimos, nos recostamos sin quitarnos la ropa, uno frente al otro y ahí nos quedamos sin decir nada hasta que el sueño llegó.

Ya no tengo nada más que decir. Así es esto. Los impulsos vienen y van, como mi depresión. Todo pasa y de pronto me encuentro aquí de nuevo, el punto de no retorno, el final de algo que nunca supe bien hacia dónde iba. A veces tengo destellos de lucidez y parece que puedo ver algo de valor escondido entre estos párrafos, pero es algo que también se siente breve, apenas un brillo distante que no logro atrapar porque me falta agilidad. Así se acaba, como todo en este mundo, donde todo se desgasta y muere. Luego regresará y aquí estaré esperando.

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