No me siento bien

Un trabajo freelance puede funcionar. Hay menos estabilidad, pero más tiempo libre. Eres tu propio jefe, tú te organizas y tienes que estar cazando clientes. Parte del trabajo también es venderte y cobrar. Por otro lado, la opción común, la de oficina, es muy cómoda, ahí no existen sorpresas: cumples con un horario y te cumplen con un pago y, si tienes suerte, también tendrás prestaciones de ley y otros derechos que, aunque lo sean, no todos brindan. Para buscar la forma de ganar dinero, no hay límites, se tiene que conseguir a como dé lugar o morir de hambre.

A veces basta con solo una computadora, cuando comencé a darme cuenta, pensé que ya no necesitaba que una gran empresa estuviera vigilando todos mis movimientos. Podía hacer lo mismo y ganar igual o más, en piyama, desde mi casa. ¿Mi carrera? Ciencias de la comunicación. ¿Mi especialidad? Grabación y edición de videos. Eso hice para una compañía por casi cinco años, hasta que me harté y quise independizarme. Los mandé a la mierda, limpié mi escritorio y me fui con la esperanza de un futuro mejor, uno donde pagar las cuentas no fuera un suplicio tan grande.

Reorganicé un rincón de mi casa para convertirlo en mi oficina personal y hasta compré una silla nueva por internet. Lo más difícil fue conseguir clientes, pero una vez que los tuve, todo comenzó a fluir. Aprendí a administrar mi propio tiempo y descubrí los placeres de descansar cuándo yo quisiera. Lo malo fue que el dinero no siempre llegaba con tanta frecuencia, ni respetaba ningún horario. También tuve que ser más hábil para gestionar mis gastos y necesidades. Lo importante era que yo delimitaba mi carga laboral o cobrara según mi criterio.

Comencé a enfocarme solo en la edición. Muchos de mis clientes me enviaban horas de material suelto y yo lo reorganizaba según sus necesidades y especificaciones. Bodas, videos de comunicación interna de empresas, comerciales y hasta algunos clips políticos, eran parte de mis tareas. Antes del freelance, estaba empapado y enfocado en un solo tema, ahora recibía de todo un poco y yo aceptaba lo que fuera, siempre y cuando estuvieran dispuestos a pagar. No voy a negarlo, saltar en tonalidades resultaba un poco confuso y estresante.

Cierto día apareció un cliente con una petición complicada, pero una cartera dispuesta. Era una compañía que se dedicaba a administrar varios sitios web de distintos giros: compra-venta en línea, noticias del día a día, chismes virales y creo que hasta memes, entre otros. Requerían un video general que encapsulara todo lo que hacían, todas esas páginas resumidas en, a lo mucho, cinco minutos, pues deseaban compartir el material en redes sociales, donde consideraban importante ser lo más breves posibles. Lo esencial es que el video fuera impactante, dinámico, divertido, que captara la atención de las personas desde los primeros segundos.

Yo siempre me he aproximado a los fenómenos virales con cierta reserva. Vengo de una de las últimas generaciones que pudo disfrutar su infancia sin internet. Esta tecnología comenzó a masificarse hasta bien entrada mi adolescencia. Sin embargo, la web ha crecido tan exponencialmente que, en solo unos años, transformó la manera en que funciona la sociedad. Ahora todos quieren ser virales, aunque no saben exactamente cómo. Todos tienen las herramientas, son gratis cámaras y medios, pero, ¿quién triunfa? La decisión es aleatoria y sin criterio. La gente común y los algoritmos tienen la última palabra.

Mi cliente estaba empeñado en la efectividad de aquello por lo que pagaba. El resultado de su inversión lo quería ver reflejado en reacciones de Facebook, comentarios, retweets y demás. Era mi responsabilidad convertir todas sus palabras, contenido y una muy limitada cantidad de tomas de stock, en un fenómeno de redes sociales. El jefe habló conmigo antes de comenzar, tuvimos una reunión por videollamada, donde me contó, con una pasión exagerada, todo lo que hacían sus diversas páginas y cómo nació el proyecto. Estaba convencido de que eran pioneros en algo y, según él, su importancia era solo un poco menor a la de empresas como Amazon.

En mi vida había oído hablar de ninguna de sus páginas. El jefe incluso me habló de premios que habían ganado y yo solo pensaba lo que siempre pienso sobre la popularidad de algo en internet: todo es completamente relativo y efímero. La cantidad de información que tenemos es tanta que puedes ver en cualquier dirección y distraerte. Unos segundos después y ya olvidaste lo que acabas de observar, el tiempo y el espacio no funcionan de la misma manera en línea. Comunidades gigantescas, segmentadas, crean sus propios movimientos, crecen y desaparecen de un momento a otro.

Todo está en la perspectiva, si mi cliente creía todo su discurso y sentía tanto amor por su proyecto, bien por él. Yo estaba dispuesto a subirme en su barco, incluso a creerle un poco, con tal de entregarle el trabajo que buscaba y recibir dinero a cambio. Todo era una simple transacción. Así que con ideas muy dispersas puse manos a la obra. Me di una vuelta por sus sitios, leí unos PDFs que me mandó y fui bajando imágenes, las cuales pensaba complementar con textos sencillos y una música de fondo libre de derechos de autor.

El primer borrador fue rechazado tajantemente. El jefe me envió un correo que sentí hasta con cierto enojo. Era claro que el tipo estaba acostumbrado a mandar, incluso aunque yo no fuera su empleado de planta, parecía que sus palabras cargaban un resentimiento inusual. Me enumeró todas las cosas que no le gustaron: que no entendí su concepto, que cierto aspecto estaba mal planteado, que era demasiado tedioso, etcétera. En pocas palabras, como él no se había sentido atraído por mi trabajo desde los primeros segundos, consideró que no era el video que buscaba. Sin embargo, no me canceló el asunto, al contrario, quería que le diera lo que buscaba.

Puse manos a la obra otra vez, pero sus correcciones solo me confundieron más. Ni modo, me dije, y traté de concentrarme lo mejor que pude. Vi algunos videos de referencia. Todo eran imágenes aleatorias, cortes rápidos, colores, música estridente y frases motivacionales cursis. Ya había hecho videos para todo tipo de empresas, pero en esta ocasión tenía en mis manos temas demasiado dispares entre sí. Comencé a pensar que el jefe tampoco tenía muy claro lo que quería hacer. Era como si estuviera lanzando al mundo varias ideas sueltas, en espera de que alguna cayera en un terreno fértil. No soy ningún empresario, pero esa táctica no me pareció muy sensata que digamos.

No quise cuestionarme mucho y cumplí tan bien como pude con lo que me pidieron, como una máquina. Llega un punto en la carrera laboral de cualquier persona en el que se comparten más características con un robot que con un humano. En los casi cinco años que permanecí en una empresa, sufrí parte de esa metamorfosis. Desde la Revolución Industrial, la producción masiva es uno de los principales objetivos de la humanidad y ya no basta con inventar grandes y eficientes máquinas, sino que se requiere convertir en un mecanismo incansable a las personas también. Este es uno de los aspectos por los que dejé mi trabajo de oficina: ante los patrones, uno pierde su rostro, su nombre, se convierte en un ser cuyo valor solo se determina por lo que produce.

Terminé el nuevo video y se lo envié al tipo que me contrató. A la mañana siguiente tenía dos llamadas perdidas y varios mensajes de WhatsApp, quería que tuviéramos una junta por videollamada. Se mostró más mesurado que en su correo electrónico. Este nuevo intento le gustó mucho más, pero aún tenía muchos apuntes y correcciones que hacer. Tomé nota de todo lo que me dijo y pensé que en un par de horas podía dar por terminado el asunto. Modifiqué lo que me dijo que cambiara, con un poco más de claridad, y por la noche ya tenía listo lo que consideraba debía ser el video final.

El jefe me había pagado una parte del trabajo, así que no me molestó hacer esas correcciones. Pero el resto del pago tardó en llegar, pues no recibí ninguna respuesta de él por varios días. Pensé que tal vez me había estafado, pero parte de hacer freelance, como ya mencioné, consiste en andar persiguiendo a los clientes para que cumplan con su parte. Sin un contrato escrito y formal, se sienten desinteresados los muy cabrones. Muy buenos para pedir, muy malos para pagar. Así son todos, ya lo había aceptado. Así que después de insistir, por fin me contactó de nuevo para decirme que tenía otra idea.

Mi trabajo le gustó, me dijo, pero ahora quería otra cosa, pues había hecho algunas tomas de sus nuevas oficinas, tenía entrevistas con sus empleados y un nuevo diseño en varias de sus páginas web. Dijo que quería todo eso en el video y antes de que pudiera reclamarle cualquier cosa, me convenció con una cifra más alta de la que habíamos acordado en un principio. Recibí el nuevo material, que era numeroso y me puse a trabajar. En este punto, tuve que rechazar a otros clientes que me buscaron, pues no me daría tiempo y como me acababan de aprobar el aumento, me sentía contento y dispuesto.

La dinámica fue más o menos similar. Al ver el trabajo, el jefe no quedó contento y me hizo nuevas correcciones. Yo ya comenzaba a desesperarme. Para incentivarme me depositó otra parte del pago. Qué fácil es convencer a la gente con dinero, somos capaces de hacer lo que sea, de soportar todo, de aguantar que te conviertan en un androide sin cerebro. Todos necesitamos sobrevivir y la perspectiva de una vida más digna nos seduce con facilidad. Para ello requerimos invariablemente de dinero, la mayoría del cual está en posesión de unos cuantos, similares al hombre que en ese momento no estaba satisfecho con su maldito video. Ellos creen que pueden comprar todos sus deseos y él estaba determinado a hacerlo conmigo.

Entregué el video y hubo más correcciones que no comprendí muy bien. Esa vez discutimos. Yo le dije que tenía que ser más claro y él me respondía con todo lo contrario: una letanía sin fundamento, palabras que rebotaban en todas direcciones, conceptos abstractos que solo parecían tener sentido en su cabeza y entraban a mis odios para chocar con mi confundido cerebro que no sabía qué hacer con todo aquello. Casi estuve a punto de decirle que ya no podía cumplir con un trabajo tan vago, pero había algo en mi interior que me lo impidió. No quería sentirme derrotado, había un compromiso extraño de mi parte, casi como una lucha que tenía que ganar. Estaba demasiado metido para tirar la toalla en ese momento.

Siempre he sido muy terco, no me gusta dejar las cosas a medias, así que le di a la edición empujando mis límites. Me desvelé varios días y antes de enviarle cualquier cosa, le hice varias preguntas y no continuaba hasta recibir una respuesta. Me tomó más tiempo, pero terminé el trabajo y de nuevo fue recibido con descontento. Al parecer, no existía manera de complacerlo. Aunque no fue tan severo, él quería que las imágenes cumplieran al pie de la letra con lo que él tenía pensado en su cabeza, que toda su imaginación se vertiera en aquello que yo creaba. No podía ni siquiera entender sus palabras, mucho menos leerle la mente. Frustrado, tomé aire y volví a la carga, tomándome un pequeño descanso esta vez.

Quise relajarme con unas minivacaciones, pero no me sacaba el video de la cabeza. Tenía la música, las imágenes y las frases dando vueltas en mi mente, que se esforzaba en todo momento por acomodar esos elementos de manera exitosa. Conocí un nuevo nivel de frustración laboral: editar desde mi cabeza. Como no me podía concentrar en el descanso, decidí volver a mi tarea. Encendí mi computadora, hice café y me sentí con mucha iniciativa. O me estaba convirtiendo en el robot que temía ser o me hice adicto a la adrenalina y el dolor que me producía el estrés. Estaba tan concentrado que no me di cuenta en qué momento los rayos del sol del día siguiente empezaron a iluminar mi casa.

El jefe se ausentó un tiempo antes de darme su respuesta. Más cambios, esta vez menos, pero no dejó de darme un largo discurso de sus ideales y de sus planes a futuro, los cuales yo ya no estaba seguro si algún día se concretarían. Yo tampoco estaba satisfecho, aunque fueran pequeñas correcciones, mi esfuerzo había sido demasiado grande como para recibir más rechazo. Quise rehacerlo todo, dejarlo impresionado, cumplir con mi deber, me llenó un extraño sentido del compromiso, muy parecido a la obsesión. Así, después de varios días de intenso trabajo, logré entregar un nuevo corte. Casi estaba emocionado cuando lo envié, seguro de que en esta ocasión todo sería diferente. Esperaba su respuesta con la alegría de un niño antes de Navidad.

Nunca me contestó. Marqué su número una enferma cantidad de veces y nada. Me invadió el coraje, primero, y después una cierta resignación. Quería exigirle mi dinero, pero lo más importante era que no había logrado mi objetivo, que tal vez su silencio significaba algo más. No lo sorprendí, no cumplí, mi trabajo era mediocre. Lo cierto era que estaba frustrado, aunque me dijera lo contrario. Entonces, a pesar de que con el pasar de las semanas entendí que nuestra relación laboral tal vez había terminado para siempre, las ideas de su video me provocaron insomnio. Cuando lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas donde editaba una cantidad descomunal de material en una pantalla gigantesca, interminable, agregando clips, audios y demás, todo lo cual tenía que reducir a tan solo cinco minutos.

Quise retomar a mis antiguos clientes y ninguno me respondió. Busqué por todos lados, pero no conseguí nada. Es lo malo de hacer freelance, a veces hay momentos de prosperidad y otros no tanto y es casi imposible lograr predecirlos. Tenía algo ahorrado, pero vi con terror cómo el dinero se iba agotando. Tomé una decisión desesperada y actualicé mi currículum para enviarlo a varias empresas. Necesitaba dinero, necesitaba estabilidad. Y entre todo esto, los meses transcurrieron sin que aquel jefe se manifestara, mientras mi cabeza seguía pensando en aquel video que nunca pude editar como quería. Después de varios intentos, por fin me llamaron a una entrevista de trabajo y tiempo después me contrataron. Había perdido, era un esclavo de nuevo.

Otra vez en el comienzo, en una oficina, cumpliendo un horario, gastando las horas en una computadora ajena, obedeciendo órdenes y más órdenes que se acumulaban en una montaña, llenando mi espalda de nudos. Llegaba a la casa tarde y cansado, extrañando mi vida de libertad, pero todavía pensando en aquel video. Entonces, una tarde decidí abrir el archivo que no había borrado y volver a editar, aunque ya no tuviera ningún sentido. Hice una nueva versión pensando que tal vez la ausencia me habría dado perspectiva. Se lo envié de nuevo a aquel jefe, no sé por qué. No volví a llamarle, ni él tampoco dijo nada, pero muchas tardes, al regresar de la oficina, seguí editando. En mis momentos de ocio, mi mente divagaba de forma inevitable al video imposible y me carcomían las ganas de sentarme otra vez y darle otra oportunidad.

Envié varias versiones más. Pasaron varios años, me adapté por completo a mi nueva rutina. Es muy sencillo volver a un trabajo estable, donde cae dinero cada quincena sin falta. La comodidad se sobrepone a la libertad y entonces uno se entrega a generar ingresos para pagar una casa en donde realmente casi nunca está, pues pasa más tiempo fuera produciendo esos billetes. Estoy a sus servicios, les pertenezco. De vez en cuando recuerdo el video y a veces me siento a editarlo otra vez, aunque esta vez con periodos más separados de tiempo. Espero algún día poder dejarlo, pero siempre vuelven las ganas, ese sentimiento de que algo está incompleto en mi vida. Del jefe y sus proyectos ya nunca supe nada.

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