El acuerdo del silencio

Cuando sacas palabras de tu cabeza, como un mago que saca pañuelos de colores atados entre sí, uno tras otro formando una cadena infinita, ¿entonces qué? Entonces pasa que te enfrentas a un mundo que no conoces muy bien, o que crees conocer a la perfección, pero que en realidad se trata de algo que tú no dominas. Pasa, por el contrario, que esa tira de pañuelos es la que te domina a ti, no al revés. Sucede así, porque normalmente así es la vida, las cosas son al revés de como las imaginamos. Las situaciones en las que más creemos tener el control, son las que menos estamos dominando.

La oscuridad se puede controlar con un foco, pero no la noche. Esa llega siempre y nos cubre de sombras, sin pedirnos permiso. Nuestra decisión está en encender o no encender el interruptor de la luz en la pared. Si decido no hacerlo, siento como si la noche fuera también un silencio pastoso que se crea a mi alrededor. Como si, a fuerza de una energía superior, el sol oculto del otro lado del mundo significara para la gente callarse, meterse a la cama y no decir nada. Todos puestos de acuerdo, en una ley universal para no hablar y guardar silencio junto con la noche, dejando que la ausencia de sonido lo envuelva todo.

Y eso está bien, porque aunque por ahí en las calles existan creaturas nocturnas que vagan sin rumbo alguno, dejando que sus pasos hagan un suave eco en las paredes solitarias, ellos son parte de esa complicidad. Antes de que la luna se pose en el cielo y las estrellas decidan que es buena idea dejarse mirar, el ruido es una constante. Motores de vehículos zumbando por las calles, voces que gritan, que hablan, que insultan, caras que sonríen, ojos que miran; todas esas cosas no son más que un interminable chillido, irritante y monótono. Es un dolor porque es algo que se nos impone, día con día, y a lo que no podemos huir, hasta que las horas pasen y el sol comience a ocultarse.

A veces creo que muchos no valoramos el silencio. El dejar de decir cosas, el dejar de hablar, de escribir, de pensar. Hoy parece que todo se trata de eso, de comunicarnos, de interactuar, de estarle diciendo nuestros pensamientos al mundo. ¿Y qué tiene de malo que decidamos callar? ¿Es tan malo que nadie se entere de mí? Cuando eso sucede, es casi como si la persona desapareciera. Es como si el ruido fuera nuestra identidad, no, nuestra máscara. Nuestro grito de: “¡aquí estoy, véanme!” ¿Estás? ¿O más bien pretendes estar? Pretendemos hacer ruido para que todos nos vean y sentir que pertenecemos, cuando, en realidad, es con todo lo que no decimos con lo que mejor nos expresamos. Pero sobre todo, es entonces cuando menos pretendemos y más somos.

Hay algo aterciopelado en las noches tranquilas. Como un abrazo, como un suspiro. Como algo que nos hace flotar y nos suspende sobre las luces de la ciudad, que se extienden como otra constelación artificial, muy parecida a aquella formada de planetas y constelaciones que se posa encima de nuestras cabezas. La gran ley universal que hace silenciosas las noches es una bendición, es un bálsamo. Detenerse un momento, pensar que el mundo no gira, nos renueva, nos hace respirar siendo conscientes, dejar de movernos como autómatas, sin saber bien para qué hacemos lo que hacemos. Vale la pena decirle que sí a la noche e ignorar el instintivo llamado del foco que está enroscado en el techo.

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